miércoles, 17 de junio de 2015

EL TIBURÓN PROTESTÓN CUENTO

Samy era un tiburón que había nacido disconforme. Desde muy pequeño se quejaba por cada cosa que lo rodeaba y que le ocurría. No le gustaba el mar en donde nadaba y, obviamente, vivía. Su comida, los peces que se le cruzaban por ahí le hacían cosquillas cuando los tragaba. Si el agua estaba un poco fría temblaba como una hoja y, si la corriente era cálida, no paraba de hablar con sus amigos de los peligros del calentamiento global. Samy no entendía mucho de ese tema, pero había escuchado a dos jóvenes que conversaban con mucho entusiasmo, acodados en la baranda de un lujoso yate, mientras él esperaba, silencioso, que alguno se cayera por la borda.
Cada movimiento que hacía para nadar producía un sonido en el agua que parecía como una especie de canto melancólico que repetía permanentemente: “no me gusta como soy, no me gusta como soy”.
Era similar a una canción triste, como las que tarareaban los esclavos encadenados en las bodegas de las galeras que cruzaban el mar desde el África.
Con esa actitud que tenía, ningún otro tiburón quería nadar mucho tiempo a su lado y, obviamente, los otros peces le huían.
Cierta vez, Poseidón, el dios del mar, se cansó de escuchar las quejas de Samy y del resto de los animales que vivían en el agua. Claro, porque los peces más pequeños decían que, además de que te quiere comer, se lamenta. Entonces, Poseidón se le apareció a Samy y le ofreció la posibilidad de cambiar algo que él deseara de un momento para otro.
–¿Puedo cambiar mi apariencia? –preguntó.
–Sí, no hay problema; si eso es lo que deseas, te será concedido– respondió el dios.
Poseidón lo invitó a Samy a recorrer algunos parajes cercanos y ambos se pusieron a nadar juntos.
Cuando se cruzaban con otros tiburones, Samy aprovechaba para mostrarle sus gustos a Poseidón.
–Quiero tener una nariz como aquella; la aleta izquierda del que está pasando por ahí; de aquel, la derecha, de ése otro la cola y del que está más lejos, el cuerpo. Del grandote, que está más profundo, la vista, y del que me acaba de rozar, el olfato.
Así, fue pidiendo algo de cada uno y el dios se lo fue concediendo.
Después, Poseidón se fue y Samy se quedó dormido. Al despertar creyó que todo había sido un sueño, pero se dio cuenta de que no era así ya que los otros tiburones se le acercaban para preguntarle cómo había conocido personalmente a Poseidón, pues los habían visto nadando juntos.
Samy, para comprobar si el dios le había concedido los deseos, nadó rápidamente hacia un barco que se había hundido en el acantilado. En uno de los espejos del salón de baile podría ver su transformación.
Se miró y se llevó la gran sorpresa de su vida. Estaba igual, igual, igualito al día anterior. No había cambiado nada porque lo que había pedido era exactamente lo mismo a lo que ya tenía.
Fin

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